Serán uno de los regalos de estas navidades e impulsan una gran industria, pero suscitan riesgos para la navegación aérea y la seguridad
Nada surge por generación espontánea. Tampoco los drones. La leyenda cuenta que la semilla del primer zángano -pues
eso significa la palabra inglesa «drone»- se sembró hace solo dos años,
en Burlington (Vermont, frontera de Estados Unidos con Canadá). Paul Wallich,
físico formado en Yale y periodista científico, estaba saturado de
acompañar a su hijo a la parada del bus cada mañana. No se hallaba muy
lejos, solo a 400 metros, pero bajo los rigores del invierno norteño
resultaba un engorro. Al tiempo, Wallich tampoco quería dejar
desprotegido al pequeño. Así que decidió controlarlo desde el aire fabricando
un pequeño abejorro volador. El autogiro pesó solo un kilo en el parto
en el taller casero. Sus órganos eran cuatro hélices, dos ejes cruzados,
un altímetro, acelerómetro, GPS, tarjeta de memoria y giróscopo. Al
ingenio le ató un teléfono móvil para controlar a su hijo con la cámara.
Dos años después, los drones van a ser uno de los regalos de estas navidades, con precios desde unos 50 euros para los más sencillos.
Animan una industria floreciente, con una veintena de compañías que los
fabrican en España. Algunos cálculos estiman que en Estados Unidos
habrá 30.000 unidades surcando el cielo a finales de esta década. Dentro de diez años se cree que supondrán el 10% del mercado aeronáutico europeo. Útiles. También divertidos. Pero con una cara oscura. Pueden ser un riesgo para la navegación aérea y un arma terrible el día que los terroristas reparen en ellos. Incluso constituyen una amenaza para la intimidad, pues están ya en condiciones de convertirse en un gran hermano que invade nuestra intimidad desde el aire.
El pasado 22 de julio, a las 2.16 horas de la tarde, un Airbus A320 estuvo en un «riesgo serio» de colisionar con un dron en su trayectoria de vuelo sobre el aeropuerto londinense de Heathrow. El
avión volaba a 700 pies de altitud (213 metros), con 180 pasajeros a
bordo, cuando el piloto divisó el dron. El incidente, que destapó «The
Sunday Times», fue clasificado de riesgo A,
el máximo de la escala. Se cree que el dron fue manejado por un
aficionado, que se encontraba fuera del perímetro del aeropuerto. El
objeto no llegó a ser detectado por los radares y desapareció tras el
susto.
No es la primera vez que suceden incidentes
similares, aunque sí es el primero en Heathrow, el mayor aeropuerto
británico y uno de los de mayor tráfico del mundo. Dos helicópteros
militares ingleses han denunciado incidentes con drones. El pasado mes
de mayo, una avión comercial ATR 72, con 80 pasajeros, comunicó que un
dron estuvo a solo 30 metros de su fuselaje. En diciembre de 2012, los
tripulantes de un Boeing 777 comentaron en el aeropuerto londinense de Gatwick que habían visto muy cerca dos objetos plateados que podrían ser drones.
Los problemas de seguridad que
puede suscitar la nueva moda son evidentes. «Se trata de objetos
bastante pesados si vas a gran velocidad», comentan los pilotos. Una
colisión puede equivaler a chocar con una bandada de pájaros,
un problema reiterado en la aviación, que por ejemplo en febrero de
2009 obligó a un avión comercial de US Airways a aterrizar de emergencia
en las aguas heladas de río Hudson, en Nueva York. El evidente que un
dron puede romper la carlinga de un avión.
¿Una oportunidad para los terroristas?
En el mundo anglosajón los drones van a ser uno de los regalos que causarán furor estas navidades,
con precios que oscilan entre los 45 euros y 4.200. Los más modestos
tienen ya autonomía para un cuarto de hora de vuelo. El problema es que
pueden caer en todo tipo de manos. Algunas absolutamente inexpertas (la mayoría). Otras con afán de hacer daño. Las autoridades británicas de aviación civil exigen que el usuario nunca pierda contacto visual con el dron, pero es evidente que esa norma se está incumpliendo.
Los drones abren también una oportunidad pavorosa para los
grupos terroristas, algo que aunque no se explicita se tiene muy
presente en un país como Reino Unido, que está desde finales de
septiembre en el segundo grado máximo de alerta
por temor a un ataque salafista. ¿Qué pasaría si los terroristas
lograsen programarlos con cargas explosivas? Una hipótesis plausible,
que preocupa a la Policía Metropolitana y a los pilotos, porque además
los incidentes con drones se producen en los momentos más delicados de
un vuelo, el despegue y el aterrizaje. Comprar un dron está al alcance
de cualquiera. Amazon, por ejemplo, vende más de cien modelos de quince
fabricantes diferentes.
España corrigió el pasado mes de julio el vacío legal que imperaba en este campo. El Ministerio de Fomento aprobó una normativa temporal, que a la espera de la definitiva pone algo de orden en el mundo de las que llama «aeronaves no tripuladas».
La ministra Pastor asegura que lo que se busca es «aprovechar el
potencial económico que tiene este sector emergente», que estaba
lastrado por el limbo legal que existía. Los zánganos podrán emplearse
en España para operaciones de investigación, extinción de fuegos,
filmaciones de vigilancia, publicidad aérea y operaciones de emergencia,
búsqueda y salvamento. Queda prohibido sobrevolar núcleos urbanos y
quienes los manejen habrán de probar de manera indiscutible sus
conocimientos para ello, o poseer algún tipo de licencia de pilotaje, siendo suficientes hasta las más básicas, como la de ultraligeros.
El Gobierno español ha fijado tres categorías: de menos de
dos kilos, de hasta 25 y de más de 25. Tendrán que contar con una placa
identificatoria, pero los de menos de 25 kilos no hará falta
inscribirlos en el Registro de Matrícula de Aeronaves.
Aunque no se suele reconocer, muchas veces los mayores avances científicos llegan de la mano del mundo militar,
como sucedió con la propia internet en su génesis. También la
vanguardia en el mundo de los drones es hoy castrense. Los drones
probablemente más potentes son el «Predator» y el «Reaper»
estadounidenses, con autonomía para treinta horas y capaces de volar a
quince kilómetros de altura. El Pentágono es también el padre del más
pequeño, con alas de solo dieciséis centímetros. Pero el dron operativo
de mayor tamaño es israelí y se llama «Eitán»,
con unas alas de 26 metros de envergadura. España también tiene su
coloso, el “Milano”: 900 kilos, 20 horas de autonomía y capaz de volar a
una altitud de ocho kilómetros.
Los drones anticipan una revolución bélica. Una guerra aérea sin pilotos,
con naves robotizadas de tamaños hoy impensables. En la versión más
pesimista serán fuente de accidentes y de acosos (algunos periódicos del
Reino Unido ya han comenzado a utilizarlos para filmar entornos hasta
ahora vedados). Pero la auténtica pesadilla es imaginarlos en manos de terroristas.
Ian Pearson,
fundador de Futurizon, una compañía especializada en el desarrollo de
«gadgets» tecnológicos, es pesimista, o tal vez simplemente realista:
«Creo que la posibilidad de que los usen grupos terroristas es ya una amenaza seria». Un escenario de película
de ciencia-ficción, que por desgracia está ya a la vuelta de la esquina
y obligará a la policía a pensar más rápido que los criminales. Pero
mientras ese tétrico mundo no llega, conformémonos estas navidades con
un vuelo plácido de un pequeño dron de 50 euros en un bucólico
descampado campestre.
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